Quisimos
bailar, entre tanta ignorancia, entre tantas falacias, que nos llenaban el
corazón. Tanto tiempo escondido en esa madriguera, esperando a que el lince se fuese
cuando salga el sol. Jugábamos a ser felices, fingíamos sonreír entre tanta
tristeza, intentando tocar el cielo con las manos. Creíamos ser los amos del
mundo, los héroes de alguna doncella en apuros; soñamos en hacernos mayores, en
sufrir con nuestro primer amor, que nos embaucaba con besos suaves como el
algodón.
Nunca
nos parábamos a pensar en el porqué de la vida que alguien nos dio, nunca
quisimos buscar una razón por la que vivíamos, nunca aprendimos cómo amar. A
veces, guardábamos sueños en un suspiro, manteníamos la mirada fija en lo alto,
preguntándonos que habría detrás de esas nubes. Pero siempre, siempre nos manteníamos
en nuestro pequeño mundillo, fijos en nuestro ser; el egoísmo que nos corroía
por dentro no nos importaba, aunque sabíamos que estaba allí. La humildad desapareció
de niños, aunque la inocencia la conservamos, como un apreciado tesoro que
cerramos con llave en nuestra alma.
Años
pasaron, sin mirar a atrás, sin preguntarnos de donde veníamos. Pero, llegó un
punto en el que la razón llego fuertemente, el ariete de la lógica y el amor
golpeo con tanta violencia la puerta de nuestro corazón, que lo abrió,
bruscamente. Y así fue como vino, la responsabilidad de buscar el porqué de una
vida tan fructífera, tan llena de gracias inmerecidas, repleta de amor que nos
rodeaba. Y lloramos. Al frente de esa alegría y de esa rabia contenida por no
habernos dado cuenta antes, de donde estábamos, de cual era nuestro propósito.
Así fue
como encontramos, tú y yo la verdad absoluta. El porqué, cuando, donde, como, y
cuanto de nuestra vida. Amar al que nos la dio. Amar a tanta perfección, a tanta
pureza, que nuestro ser, sería tan insignificante como un grano de arena en este pequeño mundo.
Y nos
preguntamos: ¿Y por qué nos damos cuenta, ahora, tras estos años? Pero fue
retórica la respuesta: el ejemplo de los que viven en Él. Crecimos rodeados de
pequeños personajes que nutrían nuestra vida sin darnos cuenta, cada palabra,
cada gesto, cada abrazo, cada beso. Y tras eso, venia la admiración, el increíble
resentimiento de haber escondido nuestras mentes, nuestra alma y corazón en
tantas cosas malas, el arrepentimiento y tras ello las gracias.
Nos
quedamos sin habla, las lágrimas recorrían las mejillas hasta nuestros labios,
que no podían moverse, al encontrar el mismísimo centro puro de la vida. Como
un torrente de agua fría, chocó en nosotros la felicidad. Esa felicidad, que
trajo la alegría por ser acogidos por alguien que tanto nos ama, pero también la
pena por haber fallado, una, y otra, y otra vez. Da igual, nos dijimos, nos
queda una vida entera para devolver con amor, lo que con amor nos dieron. Empecemos
a servir, nos dijimos. Pero con
humildad, humildad absoluta en nosotros, cueste lo que cueste. Y ahora, por lo
menos, asomamos el hocico por el comienzo de la madriguera, sintiendo el sol en
la cara; ahora me proponen bailar al paso de increíbles sonrisas, sin mentiras.
Y podrás pensar: ¿que nos importa lo que vosotros vivisteis?, cuantas tonterías te
caben en un folio, o quizás: niño incrédulo, no tienes ni idea de nada.
Yo te
responderé en mi ignorancia pero en mi felicidad: yo por lo menos encontré, y amé la
verdad, y me recompensó con felicidad.
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